El amanecer de aquel martes 4 de junio prometía otro día de trámite, pero forjó un nuevo hecho de sangre que dejó perplejos a los habitantes del barrio Jesús Cautivo en Ocaña, Norte de Santander.
Momento del escape. Imagen tomada de: La Opinión
Por DANILO DURÁN
Una mañana algo extraña, las nubes se habían posicionado en el cielo, como si supieran lo que se tramaba en el impopular parqueadero ubicado media cuadra abajo de la iglesia del vecindario, un día extrañamente callado más allá de los porvenires de la cotidianidad; mientras las llamas de las estufas estaban en su punto más alto, indicando la llegada del medio día, el padre Ramón Montejo luchaba por su vida.
Cerca a las 11:26 de la mañana, una consecución de gritos y alaridos irrumpían en la normalidad de los vecinos del barrio, quiénes movidos por la curiosidad salieron a la calle, con la intención de encontrar la típica pelea callejera que terminaba convirtiéndose en una anécdota más o alguna discusión familiar que había escalado, pero en lugar de ello se encontraron con una calle vacía, en la que se preguntaban unos a otros que sucedía, de repente, el sonido de aquellas súplicas de terror eran más claras; las perspicacia de los morbosos hizo ver qué las puertas de aquel lavadero estaban convenientemente cerradas, y sin dudarlo se acercaron para corroborar lo que sucedía. Entre el gran portón negro con dibujos y la pared que lo sostenía había un pequeño agujero, que dejó ver lo que estaba pasando dentro del sitio; rápidamente la valentía y coraje, motivados por el chisme, se esfumaron, y como si se hubiera lanzado un hechizo, los habitantes del sector se escondieron en sus habitaciones con la esperanza de todo fuera un mal sueño.
El reloj marcó las 11:28 de la mañana, y un gran estruendo se hizo presente en la comunidad, entre el miedo de quiénes sabían lo que ocurría y la ignorancia de quiénes se mantuvieron al margen, el sacerdote abrió aquellas gigantes puertas negras malherido, con la esperanza de que todo haya acabado y encontrar alivio divino en su fe; salió a la calle dando espaldas al sitio de su encuentro, cojeando, sin fuerzas y tambaleándose mientras luchaba por mantener el equilibrio entre la vida y la muerte; mientras peleaba por seguir consciente, vio como una camioneta oscura salía endemoniada marcha atrás, y con su último suspiro, puso sus manos frente a su pecho para detener el vehículo que terminaría arrollándolo dos veces con las llantas del costado izquierdo, dejándolo tendido en el piso y sin signos vitales.
Mientras el automotor se daba a la fuga, el robusto cadáver del clero yacía tendido boca abajo en la entrada del parqueadero, su brazo izquierdo apuntando al norte junto a su cabeza que miraba al mismo lado, su otro brazo apuntaba al sur, escondiendo su rostro de quiénes observaban, vestía unos zapatos tipo tenis coloridos, junto a un pantalón de jean que le quedaba un poco ceñido, en su torso quedaba los retazos de una camiseta blanca que había sido cortada y dejaba al descubierto una espalda ensangrentada, con la marca de casi dos decenas de puñaladas propiciadas por sus asesinos, a su lado, un camino lleno de sangre que indicaba sus últimos pasos en el mundo terrenal.
El horror y un sentimiento de amargura invadió Jesús Cautivo, pues habían corrido nueve años desde el último homicidio en el sector; la consternación obligó a los espectadores a llamar a las autoridades para informar sobre lo que ya estaba hecho. Los rumores llegaron a la velocidad de la luz, ¿Era un trabajador del sitio? ¿Había otro cadáver dentro del lugar? ¿Intento de robo? ¿Ajuste de cuentas o un amorío trágico? Todo eran teorías creadas en la desesperanza de la situación, que para el momento en el que llegaron dos oficiales motorizados a corroborar los llamados, se podía escribir un libro entero sobre las causas que creía el populacho, eran ciertas.
El padre de la parroquia del barrio fue informado que el sacerdote Ramón se encontraba en una reunión en el sitio, que ahora estaba siendo inspeccionado por forenses, por lo que accedió al lugar que ya estaba cercado con cinta amarilla y confirmó la identidad de quién estaba en el suelo, pues era un reconocido intermediario entre las negociaciones por los secuestrados de grupos armados y las familias; las noticias transmitieron la información y la furia de la comunidad no se hizo esperar; momentos después, la ubicación del vehículo abandonado en el que los homicidas se desplazaron fue desvelada, encontrado en zona rural cerca del barrio San Fermín, sureste del municipio; las puertas abiertas dejaron al descubierto la huida de los criminales quienes fueron delatados por vecinas del sector y tomados como prisioneros el mismo día del asesinato.
Por fin las miles de preguntas tendrían respuesta, y es que, según versiones dadas por la fiscalía, el delito estaba estipulado para el día lunes en el parqueadero, pues ambos hombres trabajaban en el sitio, el cual no fue llevado a cabo pues la víctima estaba ocupado y fue aplazada para el martes, en un acto de venganza por deudas económicas con el fallecido y la vergüenza de una humillación. Ramón y uno de los victimarios, eran conocidos de hace tiempo y mantenían un lazo de confianza en el que había involucrado dinero de por medio que me sacerdote cobraba con entusiasmo.
Este hecho de sangre fue condenado y repudiado en todo el país, y por el que se envió a los sujetos a prisión, mientras esperan su condena. Mancillando el nombre de Ocaña y malogrando la imagen de un municipio que ha sido fuente de historia y cultura.